domingo, 10 de agosto de 2008

El azar es una flor

Cuando Benigno Zumaeta Huamán se citó con Socorro Pedrosa Morales, luego de un casual encuentro en la Plaza de la Inquisición, respondió espontáneamente a su acendrado sentimiento de fraternidad provinciana. No reparó entonces, mientras hablaban de las personas, lugares y sucesos del pueblo, que su amiguita de la infancia era mirada con interés por más de un transeúnte.Posiblemente su apremio por llegar pronto al Palacio de Justicia con un expediente del Estudio en el que trabajaba lo distrajo de mayor atención. Ahora, sentado a medio día en una pollería de Abancay, impaciente por la tardanza de Socorro, se arrepentía de haberle ofrecido ayudarla a arreglar sus papeles...Pero el recuerdo de la chica feíta y atolondrada con la que nadie quería jugar, lo reafirmó en su decisión de hacerlo...Bueno, haciendo recuerdos, él tampoco tenía mayor interés en acercásele. Pero, de todas las chicas, fue ella la única que le dio confianza y, a pesar de su timidez, llegó a ser su amigo. En el fondo esperaba que esta amistad le sirviera para llegar hasta Encarnación Pedrosa, prima de Socorro por la que hacía tiempo Benigno suspiraba. El día que Socorro le ofreció presentarlo a la prima, se puso tan contento que arrancó una flor de retama y se la obsequió. Por la emoción, ni siquiera se dio cuenta que Socorro se ruborizaba y guardaba maquinalmente la flor en el libro de texto que siempre llevaban a la escuela. Claro que la ilusión no duró mucho tiempo, pues el ansiado contacto empezó y terminó en un frío "Tanto gusto" dicho por Encarnación con desgano y mirando para otro lado. El lado por el que apareció Raimundo Farfán, a quien Encarnación prestó especial atención. Y un día fue testigo casual de la exacta dimensión de este interés. Para qué recordar. Todos los sentimientos pasados se habían desvanecido con su viaje a la capital para seguir estudios de derecho en la Universidad de San Marcos Y aquí estaba ahora, tan solo como cuando vivía en el pueblo y con el vergonzoso secreto de no haber tenido hasta el momento una enamorada. "Es que este chico prefiere el estudio a la diversión o los amoríos", decían sus tías; una de las cuales lo quería como si fuera su madre, a la que nunca conoció. "Benigno, no le conozco hembra. De repente es usted cabro", bromeaba el doctor Apolinario Diez Díaz, jefe del Estudio en el que trabajaba y hacía sus prácticas profesionales. Como además de solitario era retraído y no frecuentaba los círculos "cerviciales" (del vicio de la cerveza) los que lo conocían de vista se burlaban de él.

Por cierto que Benigno no pensaba en nada de esto mientras aguardaba a Socorro, sino en las tareas del catedrático de Procedimientos Penales y la coordinación de tres comparendos en el Juzgado, cuando una voz cálida e insinuante le hizo saber que ella al fin había llegado. Como acostumbraba a sacarse los lentes cuando se sentaba a una mesa tuvo que volvérselos a poner para mirar bien a la recién llegada. Fue entonces que sintió por primera vez la inquietud indefinida que no lo dejaría durante las semanas siguientes en que tuvieron que ir a diversas oficinas para regularizar la condición ciudadana de Socorro. Fueron días en que subió su prestigio en la oficina y en la universidad, lugares a los que ella lo fue a buscar en más de una ocasión. La inveterada costumbre provinciana de presentar como pariente a cualquier allegado hizo que algunos lo comenzaran a tratar de "cuñado" o "primo". Apelativos que lo irritaban al punto de tener que hacer grandes esfuerzos para disimularlo. Sobre todo aquella vez que guiñándole el ojo y dándole una palmadita en la espalda el doctor Diez Díaz le comentó muy bajo a espaldas de Socorro:"A la prima hasta que gima". Por su parte, Socorro se mostraba siempre seria y recatada y jamás le hizo pasar un mal momento con los "moscones enamorados", designación con la que Benigno catalogó a todos los pretendientes.

Con los días la inquietud se fue definiendo en una ansiedad por verla que Benigno sentía era algo más que la amistad sincera que Socorro le demostraba. Como era de esperar el período de trámites terminó y ya con su DNI en la mano Socorro no volvió a aparecer. Benigno cayó en la melancolía, pero no hizo intento alguno de ir a buscarla a su trabajo o al menos de llamarla por teléfono.

Pero el azar se las ingenia para generar encuentros y un día al salir de la oficina vio a Socorro despidiéndose de una amiga. Como la viera quedarse sola y en evidente actitud de no saber adonde ir tomó valor suficiente para acercársele. Mientras esperaba que los carros terminasen de pasar para cruzar la pista le temblaron las piernas y el corazón se le agitó cuando vio que un joven se acercaba a Socorro y le hablaba y ésta le contestaba amablemente haciendo algunas señas. Estático por la sorpresa se quedó mirando la escena que terminó con una gentil despedida del joven y Socorro nuevamente sola. Posiblemente fue producto de su ansiedad pero le pareció que a ella se le ensanchaba la mirada y algo de alegría iluminaba sus grandes ojos negros cuando lo vio llegar.
- Socorro
- Benigno. Qué lindo verte. ¿Cómo van los estudios y el trabajo?
La naturalidad con que ella lo recibió hizo innecesaria la larga explicación que se había imaginado para justificar su acercamiento.
- Bueno, sabes que la próxima semana me gradúo? Y a tí cómo te va. ¿Lograste entrar donde me dijiste?
- Sí. Estoy de secretaria en esa Agencia de Viajes.
- Y...
- ¿Por qué callas? ¿Qué quieres preguntarme?
- Bueno, disculpa la curiosidad. Pero...¿tienes novio?
- No. Te estoy esperando. No te das cuenta.
La frase fue dicha espontáneamente, sin asomo de burla o malicia. Pero a Benigno se le hizo un nudo en la garganta, otro en el estómago y le volvieron a temblar las piernas. Apenas si alcanzó a decir:
- No te burles.
- ¿Quién se burla de quién?
- Podría ilusionarme.
- ¿ Y yo, no?
Dulcificó su voz y continuó:
- ¿Es que no te acuerdas que en el pueblo contigo no más salía? Yo sabía que no estabas interesado en mí. Pero fuiste muy bueno conmigo. Y ahora, cuando nos reencontramos después de tantos años...
- Claro...los trámites. Te seré sincero. Lo hubiera hecho por cualquiera del pueblo a quien hubiese encontrado.
- Me lo vas a decir a mí...Una vez que terminaron te olvidaste de tu amiga.
Por primera vez en su vida Benigno sintió enronquecer su voz y sus palabras se hicieron hondas:
- No me olvidé. Te tuve más presente que antes. Pero, cómo iba a imaginarme que podía pretenderte a tí que eres tan hermosa y solicitada.
- ¿Y a tí nunca te han dicho que eres muy guapo? Te olvidaste que venimos del mismo lugar.
- ¿Puedo invitarte un café?
- Claro que sí.
- Quiero hablarte de lo que haré cuando me reciba de abogado.
- Me encantará escucharte.
- No. No es sólo eso de lo que te quiero hablar.
- ¿Hay algo más?
- Si me has hablado con el corazón en la mano, me atrevería a pedirte que formaras parte de mis planes futuros.
- Necesitarás una secretaria.
- No. Una esposa.

Todo sucedió luego tan vertiginosamente que Socorro Pedrosa nunca tuvo tiempo para contarle que tal vez nada hubiera ocurrido si aquella mañana en que hacía sus maletas para viajar a Lima no encontraba, en el viejo libro de texto que hacían comprar obligatoriamente a comienzo de año y que luego nunca usaban, aquella flor de retama reseca por el tiempo que revivió en ella gratos recuerdos de la infancia. Fue su secreto de siempre mientras duró la felicidad, que ocupó casas muy pequeñas.

Como si necesitase más espacio para instalarse la primera desavenencia llegó en la gran mansión del ahora Jefe del prestigioso Estudio Benigno Zumaeta Huamán hasta que el mutuo disenso permitió el divorcio por acuerdo de partes. Socorro se quedó en la gran mansión con los dos púberes y el doctor tuvo la libertad que deseaba para casarse con su joven secretaria. Quince años fueron suficientes para que el encuentro que los unió perdiese todo encanto. Porque cuando llegaron las palabras duras Benigno llegó a decirle a Socorro:
- Siempre lo tuviste todo muy bien calculado. Te aprovechaste de mi tímida soledad y de mi ingenuidad provinciana.
Socorro lo escuchaba frustrada. Pero sabía que decía la verdad. Nada fue casual porque todavía recordaba que en el pueblo fue el único que se le acercó y que un día le regaló una flor. La que por azar encontró reseca en las amarillentas páginas del viejo libro de texto y quiso revivirla con el amor que nunca muere.

Esa noche sentada al tocador de su elegante recámara, donde estaban las fotografías de su matrimonio y los retratos de sus hijos, abrió un pequeño cofre del que tomó la flor y la deshizo frente al espejo que reflejaba sus cuarenta años, su gordura, su honda desilusión.

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