Hamlet
en la Sala Ricardo Blume
Confluencia
de talentos
A
nadie le es ajeno que el teatro en el Perú existe por el esfuerzo particular de
sus cultores. Históricamente el estado ha sido un convidado de piedra a la
fiesta teatral. Por cierto, lo ha sido también esta vez, a pesar de que el
Ministro de Cultura en ejercicio ha sido hasta hace poco un hombre de teatro y reconocido
alumno de quien ha dado su nombre el hermoso, cómodo y funcional local teatral
que el grupo Aranwa ha inaugurado con la puesta en escena de Hamlet ,dirigida
por Jorge Chiarella Krüger, uno de los más notables directores de nuestra
escena, con una brillante trayectoria creativa y reconocida fidelidad a la
investigación teatral y al ensayo de
formas siempre renovadas de las posibilidades infinitas de la teatralidad.
Este
comentario amical a su trabajo que admiro pretende ser, antes que una crítica,
una reflexión a propósito de la inolvidable experiencia estética teatral que
nos brinda; experiencia que, por lo demás, no siempre nos ofrecen los montajes
en nuestro medio.
ªªªªªªªªªª
Hamlet es la tragedia del ser humano signado por su condición
de proyecto hacia sí mismo. La cuestión humana no se centra en el imponderable
de ser o no ser (existir o no, vivir o no) sino en la capacidad de ir
paulatinamente siendo, porque todo ser humano es un camino hacia sí mismo, el
esfuerzo constante de realizar en el mundo la potencialidad inédita e
irrepetible que trae cada cual. No dejaré nunca de admirarme cómo Shakespeare
logró tantas resonancias aleccionadoras a partir de un crimen pasional y el
encargo de ajusticiar este delito que, desde el más allá, le hace el fantasma
de su padre a un joven melancólico, meditabundo e indeciso. Hamlet es la
historia de un joven sensible en una sociedad corrupta, es también la
confrontación de lo poco que puede hacer el pensamiento racional frente a la cortesanía
obsecuente y a la irracionalidad de la ambición por el poder. Es la
demostración de cómo las palabras desligadas de la acción son finalmente
acalladas y no conducen más que al silencio final. Y sobre ese silencio es la
coronación del príncipe guerrero Fortinbrás ante el cadáver del sabio
gobernante potencial que pudo ser Hamlet, el triunfo de la guerra sobre la paz.
Las mujeres, Gertrudis y Ofelia, son juguetes del egoísmo masculino, frágiles
seres que sólo saben amar; ambas mueren víctimas de su extrema sensibilidad de
madre, hija, enamorada. Esta obra
abismal es además un canto a la confrontación del hombre con sus fantasmas a
través de la teatralidad reflexiva. La escena de los cómicos no es un mero
recurso formal de teatro dentro del teatro, ni un esbozo precursor del
psicodrama, ni la reafirmación de los efectos catárticos aristotélicos; antes
bien, es la fe puesta en el teatro como testimonio del perfil histórico del
hombre, como agente de distanciamiento que nos permite pensar en el destino de
nuestra especie. ¿Puede, entonces, digo hacerse un montaje que destaque todas
estas posibilidades de enfoque o hay que elegir un punto de vista que,
eludiendo algunos de estos mensajes, mantenga la fuerza de la totalidad
reflexiva sobre la existencia que la obra nos brinda al ser leída? Un montaje
teatral es la demostración objetiva de una manera de leer el texto teatral, la
concreción activa de un punto de vista; y éste es el camino que ha elegido
Jorge Chiarella Krüger, uno de los más profundos directores de teatro del Perú,
para realizar su adaptación creativa de Hamlet. Chiarella, apoyado en su
reconocida capacidad para simplificar el número de actores, manejar el espacio
escénico como un multiverso, orquestar el decir teatral dentro de tesituras
musicalmente controladas, nos ofrece un
Hamlet donde la oralidad es ritmada rigurosamente por el director. Dada la
diferente experiencia actoral de los intérpretes esta elección tiene además la
virtud de unificar la dicción y permite superar desniveles inevitables en el
decir. El monólogo deja de ser el tradicional agente revelador del carácter o
la exposición de la intimidad del personaje y se convierte en un discurso
proyectado para repercutir sobre el espectador transformándolo de mero testigo
de los hechos en cómplice de sus implicancias. El soliloquio, dentro de esta
feliz propuesta, se torna una arenga que, despojada de la grandilocuencia que
esta forma expresiva tiene, se torna un reclamo.
Desde la oferta inicial del prólogo es el teatro, la
teatralidad la que va a sostener las imágenes escénicas y a comprometernos con
este Hamlet distanciado, un tanto épico a la manera brechtiana, muchas veces
iracundo más que melancólico, histrión más que loco. Al hacer de la locura
fingida de Hamlet un recurso de teatralidad que, al decir de T. Williams
presenta la verdad con las apariencias de la ilusión, se logra plasmar una
trágica mascarada que enriquece las resonancias que la lectura nos proporciona,
reivindica que el teatro es el arte de la representación y que la obra de
teatro leída no es más que literatura partitura. Pues, bien, la ejecución de
esta magistral partitura por el director Jorge Chiarella Krüger es un homenaje
al teatro, a las repercusiones de la teatralidad como expresión analógica del
comportamiento. Descontextualizado de su época este Hamlet que expresaba para
los tiempos modernos el refugio que la locura significaba, frente a la cancelación
de la racionalidad medieval por los nuevos descubrimientos, este elogio de la
locura, como el famoso texto de Erasmo o la locura del Quijote de la Mancha, se
convierte en una performance histriónica que le dice a nuestros días y a
nuestro patria cuánto debemos cuidarnos de quedarnos solo en las palabras y no
pasar a la acción y, sobre todo, volviendo a la valoración del teatro nos dice
que finalmente la palabra en el teatro es la que sobrevive y nos alienta a
transformarnos.
Los efectos y la música elegida contribuyen a dar la atmósfera requerida. La elección de la
disposición circular y las exigencias de los desplazamientos rotativos crea una
especie de remolino cuyo ojo, no sé si calculadamente o no, es ocupado siempre
por la muerte. Los actores han respondido con disciplina encomiable a la mano
segura del director y cada uno cumple a cabalidad sus funciones. Víctor Prada
nos brinda un Polonio retórico y político, cortesano agudo y fiel hasta la
muerte. Celeste Viale hace de la madre de Hamlet, una mujer oscilante entre sus
deseos pasionales y el amor por su hijo. Antonio Arrué logra un Claudio
calculador y artero. Muy bien lograda la escena de los cómicos. La del
sepulturero, isla de humor entre tantas pasiones encontradas, logró un ajustado
tono. Otro tanto podemos decir de la escena de la locura de Ofelia.
Precisamente diseñada la difícil escena climática de Gertrudis con Hamlet y la
del duelo final con Laertes.
Dada la extensión inevitable del espectáculo habría que
encontrar como romper la monotonía que comienza a generar la dicción unificada
de los actores. No creo que baste con hacer que todos salgan corriendo. Habría
que alternar las tensiones con las que los actores abandonan la escena o
vuelven a ella. Todo es posible cuando los espectadores ya han aceptado que se
está en el teatro y que “allí no se hace magia sino que se trabaja· (Brecht).
Por ejemplo hay una salida de Claudio en
la que egresa francamente como actor y abandona el personaje. En vez de salir
los actores podrían congelarse mientras se hacen los cambios y tantos otros
recursos que la imaginación riquísima de Jorge podría encontrar.
Cuando asistimos a espectáculos trabajados con tanta dedicación
y disciplina nos damos cuenta que el aplauso es una explosión de júbilo fugaz,
que el buen teatro merece otro testimonio menos perecedero. Esta reflexión
quisiera serlo; pero también pienso que bien podría el estado sumarse a este
esfuerzo creando una partida de apoyo a las iniciativas teatrales; sobre todo
cuando son hechas por personas, como Jorge Chiarella Krüger y Celeste Viale
Yerovi, para quienes la entrega al teatro es “un viejo cuento”.
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