sábado, 3 de agosto de 2013

Hamlet en la Sala Ricardo Blume
Confluencia de talentos
A nadie le es ajeno que el teatro en el Perú existe por el esfuerzo particular de sus cultores. Históricamente el estado ha sido un convidado de piedra a la fiesta teatral. Por cierto, lo ha sido también esta vez, a pesar de que el Ministro de Cultura en ejercicio ha sido hasta hace poco un hombre de teatro y reconocido alumno de quien ha dado su nombre el hermoso, cómodo y funcional local teatral que el grupo Aranwa ha inaugurado con la puesta en escena de Hamlet ,dirigida por Jorge Chiarella Krüger, uno de los más notables directores de nuestra escena, con una brillante trayectoria creativa y reconocida fidelidad a la investigación teatral  y al ensayo de formas siempre renovadas de las posibilidades infinitas de la teatralidad.
Este comentario amical a su trabajo que admiro pretende ser, antes que una crítica, una reflexión a propósito de la inolvidable experiencia estética teatral que nos brinda; experiencia que, por lo demás, no siempre nos ofrecen los montajes en nuestro medio.

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Hamlet es la tragedia del ser humano signado por su condición de proyecto hacia sí mismo. La cuestión humana no se centra en el imponderable de ser o no ser (existir o no, vivir o no) sino en la capacidad de ir paulatinamente siendo, porque todo ser humano es un camino hacia sí mismo, el esfuerzo constante de realizar en el mundo la potencialidad inédita e irrepetible que trae cada cual. No dejaré nunca de admirarme cómo Shakespeare logró tantas resonancias aleccionadoras a partir de un crimen pasional y el encargo de ajusticiar este delito que, desde el más allá, le hace el fantasma de su padre a un joven melancólico, meditabundo e indeciso. Hamlet es la historia de un joven sensible en una sociedad corrupta, es también la confrontación de lo poco que puede hacer el pensamiento racional frente a la cortesanía obsecuente y a la irracionalidad de la ambición por el poder. Es la demostración de cómo las palabras desligadas de la acción son finalmente acalladas y no conducen más que al silencio final. Y sobre ese silencio es la coronación del príncipe guerrero Fortinbrás ante el cadáver del sabio gobernante potencial que pudo ser Hamlet, el triunfo de la guerra sobre la paz. Las mujeres, Gertrudis y Ofelia, son juguetes del egoísmo masculino, frágiles seres que sólo saben amar; ambas mueren víctimas de su extrema sensibilidad de madre, hija, enamorada.  Esta obra abismal es además un canto a la confrontación del hombre con sus fantasmas a través de la teatralidad reflexiva. La escena de los cómicos no es un mero recurso formal de teatro dentro del teatro, ni un esbozo precursor del psicodrama, ni la reafirmación de los efectos catárticos aristotélicos; antes bien, es la fe puesta en el teatro como testimonio del perfil histórico del hombre, como agente de distanciamiento que nos permite pensar en el destino de nuestra especie. ¿Puede, entonces, digo hacerse un montaje que destaque todas estas posibilidades de enfoque o hay que elegir un punto de vista que, eludiendo algunos de estos mensajes, mantenga la fuerza de la totalidad reflexiva sobre la existencia que la obra nos brinda al ser leída? Un montaje teatral es la demostración objetiva de una manera de leer el texto teatral, la concreción activa de un punto de vista; y éste es el camino que ha elegido Jorge Chiarella Krüger, uno de los más profundos directores de teatro del Perú, para realizar su adaptación creativa de Hamlet. Chiarella, apoyado en su reconocida capacidad para simplificar el número de actores, manejar el espacio escénico como un multiverso, orquestar el decir teatral dentro de tesituras musicalmente controladas, nos  ofrece un Hamlet donde la oralidad es ritmada rigurosamente por el director. Dada la diferente experiencia actoral de los intérpretes esta elección tiene además la virtud de unificar la dicción y permite superar desniveles inevitables en el decir. El monólogo deja de ser el tradicional agente revelador del carácter o la exposición de la intimidad del personaje y se convierte en un discurso proyectado para repercutir sobre el espectador transformándolo de mero testigo de los hechos en cómplice de sus implicancias. El soliloquio, dentro de esta feliz propuesta, se torna una arenga que, despojada de la grandilocuencia que esta forma expresiva tiene, se torna un reclamo.

Desde la oferta inicial del prólogo es el teatro, la teatralidad la que va a sostener las imágenes escénicas y a comprometernos con este Hamlet distanciado, un tanto épico a la manera brechtiana, muchas veces iracundo más que melancólico, histrión más que loco. Al hacer de la locura fingida de Hamlet un recurso de teatralidad que, al decir de T. Williams presenta la verdad con las apariencias de la ilusión, se logra plasmar una trágica mascarada que enriquece las resonancias que la lectura nos proporciona, reivindica que el teatro es el arte de la representación y que la obra de teatro leída no es más que literatura partitura. Pues, bien, la ejecución de esta magistral partitura por el director Jorge Chiarella Krüger es un homenaje al teatro, a las repercusiones de la teatralidad como expresión analógica del comportamiento. Descontextualizado de su época este Hamlet que expresaba para los tiempos modernos el refugio que la locura significaba, frente a la cancelación de la racionalidad medieval por los nuevos descubrimientos, este elogio de la locura, como el famoso texto de Erasmo o la locura del Quijote de la Mancha, se convierte en una performance histriónica que le dice a nuestros días y a nuestro patria cuánto debemos cuidarnos de quedarnos solo en las palabras y no pasar a la acción y, sobre todo, volviendo a la valoración del teatro nos dice que finalmente la palabra en el teatro es la que sobrevive y nos alienta a transformarnos.

Los efectos y la música elegida contribuyen a dar  la atmósfera requerida. La elección de la disposición circular y las exigencias de los desplazamientos rotativos crea una especie de remolino cuyo ojo, no sé si calculadamente o no, es ocupado siempre por la muerte. Los actores han respondido con disciplina encomiable a la mano segura del director y cada uno cumple a cabalidad sus funciones. Víctor Prada nos brinda un Polonio retórico y político, cortesano agudo y fiel hasta la muerte. Celeste Viale hace de la madre de Hamlet, una mujer oscilante entre sus deseos pasionales y el amor por su hijo. Antonio Arrué logra un Claudio calculador y artero. Muy bien lograda la escena de los cómicos. La del sepulturero, isla de humor entre tantas pasiones encontradas, logró un ajustado tono. Otro tanto podemos decir de la escena de la locura de Ofelia. Precisamente diseñada la difícil escena climática de Gertrudis con Hamlet y la del duelo final con Laertes.

Dada la extensión inevitable del espectáculo habría que encontrar como romper la monotonía que comienza a generar la dicción unificada de los actores. No creo que baste con hacer que todos salgan corriendo. Habría que alternar las tensiones con las que los actores abandonan la escena o vuelven a ella. Todo es posible cuando los espectadores ya han aceptado que se está en el teatro y que “allí no se hace magia sino que se trabaja· (Brecht). Por ejemplo hay una salida de Claudio  en la que egresa francamente como actor y abandona el personaje. En vez de salir los actores podrían congelarse mientras se hacen los cambios y tantos otros recursos que la imaginación riquísima de Jorge podría encontrar.


Cuando asistimos a espectáculos trabajados con tanta dedicación y disciplina nos damos cuenta que el aplauso es una explosión de júbilo fugaz, que el buen teatro merece otro testimonio menos perecedero. Esta reflexión quisiera serlo; pero también pienso que bien podría el estado sumarse a este esfuerzo creando una partida de apoyo a las iniciativas teatrales; sobre todo cuando son hechas por personas, como Jorge Chiarella Krüger y Celeste Viale Yerovi, para quienes la entrega al teatro es “un viejo cuento”.            

1 comentario:

halonahabbs dijo...

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