martes, 2 de marzo de 2010

LAS EXIGENCIAS FORMATIVAS DE LA TEATRALIDAD

La Formación del Artista de Teatro en el Perú

Desde que comencé a asistir al teatro llevado por mis padres, cuando tenía diez años de edad, no he dejado de meditar sobre los mecanismos de seducción de este arte nuestro que puede ofrecer tan altas como tan denigrantes imágenes de los seres humanos. Siempre me ha preocupado ese delicado equilibrio que puede hacer de una representación teatral un acto sublime o una experiencia anodina.

Estoy seguro que el asunto no es una cuestión de temas excepcionales, pues he visto promover la más profunda reflexión a partir de temas aparentemente sencillos. Tampoco es cuestión de grandes pasiones, no. Pues, no es gratuito que al teatro lo distingan dos máscaras; ya que al lado del dolor hay una risa reflexiva donde se actualiza a plenitud el aforismo latino castigat ridendo mores (la risa fustiga las costumbres). El asunto no va por el lado de los magníficos actores y directores o de las grandes compañías o grupos. También los espectáculos de aficionados, cuando son hechos con seriedad y meditada entrega, producen efectos inolvidables. No, no es el despliegue barroco de un aparato escénico fabuloso, ni de una maquinaria de alta tecnología, Todavía, como lo describía Lope de Vega. - y creo que por siempre- el teatro puede funcionar simplemente con cuatro tablas, dos actores y una pasión. No creo que requiera de espacios especiales, pues el buen teatro hace especial cualquier espacio que haya elegido para darse. Lo que sí estoy seguro es que es un arte efímero, que vive por sus testigos ocasionales y para sus testigos ocasionales y que lo único que no funciona a plenitud es la experiencia de un teatro sin la presencia del público espectador. Una representación teatral sin público simplemente no puede efectuarse, pues es el teatro un arte que depende de sus interlocutores sociales, de esa fracción de la sociedad que expresa y a la cual se dirige, que decide asistir a la cita que la gente de teatro convoca en un lugar y a una hora convenidos.

Pero, finalmente qué es lo que anima a ese público que atento a una convocatoria ha asistido a la representación. Estén convencidos de que no van por verse en un espejo de la sociedad. Cancelen en su lista de características del teatro la teoría del espejo de las costumbres. En el teatro hay reflexión crítica y no sólo un mero reflejo especular. Básicamente las personas van al teatro a divertirse. Recordemos que en el primer parágrafo de su Breviario de Estética Teatral o Pequeño Organón, Bertolt Brecht comienza por precisar que la primera y más noble función del teatro es la de divertir. Aunque aclara pronto que hay diversiones débiles y diversiones fuertes. Las primeras, se apoyan en aspectos puramente sensoriales y sensuales, de los que no se puede prescindir, pero que no bastan; aspectos que son condición necesaria, pero no suficiente. Las segundas, son las que surgen de los recursos de teatralidad que el gran arte teatral de todos los tiempos ha proporcionado al hombre para que cada nación medite y juzgue su contribución histórica y su grado de madurez emocional.

La teatralidad es pues el recurso fundamental del arte teatral. Recurso que consiste en la posibilidad de hacer que sus elementos asuman diversas significaciones, según los requerimientos expresivos de la obra. La teatralidad es lo que permite a los seres humanos asumirse como signos de su propia historia y de esta manera objetivarse críticamente para poder meditar sobre su devenir. En el teatro el hombre-actor es signo de la humanidad.

Si consideramos que signo es la representación de la idea de una cosa y no la cosa misma; esto es, una convención intermediaria representativa de la realidad, es difícil conceptualizar de primera intención cómo es que los seres humanos pueden asumirse a sí mismos como algo que los representa y en los que están más que como sí mismos como idea de sí mismos. Algunos teóricos han resuelto el problema denominando icónicos a los signos que se parecen a la cosa que representan, como puede ser el caso de una fotografía respecto a la persona fotografiada. Pero, esta distinción no es aplicable al teatro, por cuanto el comportamiento de los personajes que los actores y actrices corporizan no los presenta a ellos mismos en cuanto sujetos sociales sino a una idea o posición sobre uno o varios aspectos de la aventura humana. En el teatro los personajes son ideas fuerza en una situación de confrontación o conflicto.

La paradoja del comediante que planteara Dionisio Diderot va más allá de si el actor se emociona o no, de si sus lágrimas salen de su cerebro o de su corazón. La paradoja del comediante está en su capacidad de vincular creativamente tres planos de sí mismo: su ser individual cotidiano, su ser profesional artístico y la asunción del personaje que representa. A esta paradoja se remite Eugenio Barba cuando plantea en su Antropología Teatral que las acciones en el teatro son extracotidianas; vale decir, no son acciones de dimensión real ni siquiera cuando se dan en planos o niveles del llamado realismo, que por ser un ismo artístico es desde ya una metaforización humana de la realidad. Peter Brook plantea esta condición especial como la composición de una realidad alternativa. Por ejemplo, comer en escena no cumple una función alimenticia para el actor, aunque sí pudiera serlo para el personaje.

Fisiológicamente la teatralidad se apoya en el impulso lúdicro, de mímesis o de imitación. Y en este punto el viejo estagirita y primer gran teórico del teatro tuvo razón. Sin embargo debemos precisar que el acto de imitar, en cuanto reproducir de manera más o menos fiel o caricaturesca el comportamiento, no es función del teatro. Es por eso que los imitadores no son considerados artistas de teatro. Para que la imitación teatral alcance categoría estética debe escapar a la tentación de la fácil alusión directa a la realidad y sin embargo establecer que todo parecido con la realidad no es pura coincidencia. Por otra parte, el impulso lúdicro que es también el fundamento fisiológico del juego es fuente de aprendizaje social y de recreación o diversión para los seres humanos, dimensión que, como hemos dicho, los hombres de teatro no deben perder de vista cuando componen sus espectáculos.

La teatralidad distancia a los espectadores, en la medida en que los hace ver los hechos teatrales como ajenos a sus individualidades. Pero, al permitirles juzgar lo que aprecian en el escenario, la teatralidad los acerca a una valoración justa de sí mismos. La teatralidad es catártica porque expurga las pasiones y las coloca en una dimensión, que comprometiendo al espectador, sin embargo le permite sentirse excluido. La teatralidad posibilita que el público y los actores sean juez y parte, sin que por ello se pierda la objetividad e imparcialidad ante los hechos juzgados.

De cómo se organiza la teatralidad para proyectarse como un producto artístico a la sociedad es de lo que se ocupa o debe ocuparse de manera central una Escuela de Arte Dramático, cómo estructurar imágenes teatrales, metáforas del comportamiento humano en un lugar y una época determinados. No es, pues, la teatralidad artística un recurso intemporal e inespacial sino que está nutrida de los comportamientos de los seres humanos en un aquí y ahora compartidos. Si bien éste es un principio que corresponde a todas las manifestaciones artísticas; en el caso del teatro hay que tenerlo muy claro para no pretender reconstruir formas que pudieron ser valiosas en el pasado, pero que ahora ya no lo son. El teatro que no habla a su tiempo histórico y a su espacio social es un mero divertimento anodino intrascendente. Aunque tampoco se trata de ser “moderno” a ultranza.

El teatro es un arte colectiva, coréutica, de equipo, una creación colectiva que hunde sus raíces en la actualidad que expresa. Un artista de teatro deberá abrir la totalidad de sus sentidos para percibir integralmente los múltiples aspectos de la sociedad a la que piensa representar. No se puede crear de espaldas a los hechos, ni ignorantes de los actos. La sensibilidad debe explayarse al contexto, sumergirse en él, sentirse herida por la vida misma para poder afirmarla; sobre todo internalizarla para que pueda ser expresada vivencialmente y no de manera superficial o panfletaria. Y eso significa darse una formación artística sólida, ahondar en las exigencias de la profesión y no cejar, y no cesar de exigirse profundidad. La gran limitación del teatro peruano es la superficialidad de sus cultores, esa dejadez por la reflexión, ese creer que crear es simplemente un acto de ocurrencias originales a como dé lugar. Y no es así. Crear es un acto de esfuerzo sostenido en todo momento. Posiblemente, como consecuencia de este esfuerzo haya un mínimo porcentaje de tiempo en que la llamada inspiración comienza a fluir; pero esto siempre se produce después de un período doloroso y difícil de búsqueda, de ensayo de aciertos y errores que se van dejando en el camino. Y en esto no hay que engañarse creyendo que el mejor profesor es el que nos da la fórmula desde el primer día. Temed al artista de un solo recurso o de recursos dados, como Santo Tomás temía al hombre de un solo libro. Pero, es mucho más triste el alumno que desautoriza al profesor en aras de una mal entendida libertad o derecho de opinar sobre aquello que ha venido a aprender. No hay profesor, por ineficiente que sea que no enseñe algo, que no deje alguna huella. Las mejores escuelas son aquellas donde alumnos y docentes comparten sus inquietudes y dialogan permanentemente. Así es como funcionan los equipos. Y el teatro en todo momento es un trabajo de equipo.

El acto de enseñar, y en el arte más que en ningún otro proceso, es un mutuo aprendizaje, un proceso de investigación acuciosa en la que cada cual va construyendo su experiencia a partir de lo que trae o de aquello de lo que se va llenando o de lo que el contacto con los demás le va inspirando y enseñando. El joven estudiante de arte dramático debe aprende sobre todo a responder al profesor exigente con mayores exigencias.

Por este camino de entrega y de dureza es que dentro de una década o más algunos llegan a ser hombres de teatro. La más alta distinción de nuestra profesión. Un hombre de teatro escribía Jean Louis Barrault es aquél que por amor a unos metros cuadrados de escenario, acepta servir a todas las profesiones... porque al teatro nada humano le es ajeno.

Antes de cerrar estas reflexionen sobre las exigencias formativas de la teatralidad, quiero recalcar que el cuerpo y la voz deben ser preparados como una unidad expresiva, más allá de su empleo cotidiano y regular. Hay que investigar otras posibilidades de la sonoridad vocal y de la plástica corporal en su conjunto. Hay que estudiar detenidamente las costumbres, los desplazamientos y la gestualidad de los seres humanos en los diversos espacios, y el ordenamiento de estos espacios, y las posibilidades del espacio escénico que son infinitas y abiertas, y de la temporalidad teatral que no es la de los relojes sino la de la acción. Se debe entender el vestuario como un complemento de la gestualidad y a la utilería como una materializada extensión del yo del personaje. Sólo así el maquillaje o la máscara se asumirán con la expresividad exigida. Nada en el teatro es aditamento, todo es integralidad, componente del sistema significativo que promueve la teatralidad construida artísticamente. Componer la teatralidad, recurrir a esa posibilidad de los seres humanos de asumirse como signos de su propia historia y de esta manera objetivarse críticamente para poder meditar sobre su devenir social y su condición existencial.

A las nuevas generaciones les digo que los surcos están abiertos y las semillas han sido arrojadas, Semele ha muerto abrasada una vez más por el fuego de Zeus. Pero, el fruto de la unión no se ha perdido, se continúa gestando cosido al muslo del Dios. Y Dionisio, Baco, el dios de las fuerzas generadoras de la naturaleza, el dios del vino y el dios del teatro volverá a nacer y a recorrer el mundo con su cortejo, sobre su carro jalado por una pantera a la que estimula exprimiendo sobre su cabeza jugo de racimos de uva. La pantera, encarnación de la vida y de la muerte, la que encontró Dante a las puertas del Infierno, la lúbrica pantera cuya leche nos invitaba a tomar el poeta Antonio Machado, con la rosa de fuego en nuestra mano, antes que torva en el camino aceche.

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