martes, 28 de febrero de 2012

EN BUSCA DEL PARAÍSO


Jorge Villanueva ratifica en El dragón de oro, del autor alemán Roland Schimmelpfennig, sus reconocidas virtudes directrices para el tratamiento del espacio escénico y las convenciones de la teatralidad. Ilustrando con ritmo preciso una dramaturgia contrapuntística, neoépica con distanciamientos narrativos, ubica a los espectadores frente a frente flanqueando el trajín cotidiano de los empleados de un restaurant tailandés-chino-vietnamita en Alemania y la vida íntima de las personas que habitan los pisos superiores, gente de la clase media agobiada por sus pequeñas pasiones, cuyos avatares se entrelazan con las vicisitudes del grupo de chinos inmigrantes que trabajan en la cocina de El dragón de oro. La dramaturgia de Schimmelpfennig unifica la humanidad de sus protagonistas al romper los límites de edad, sexo y animalidad y hacer que los actores representen mujeres o que los de más edad encarnen a los jóvenes siguiendo las convenciones de una historia realista o de una fábula. Tratando de responder a estas intenciones, Villanueva borra en sus actores y actrices toda entonación tipificante dejando que los textos nos lleguen sin entonación local referencial.
El eje conductor es la condición de los que emigran a un país desarrollado en pos del “dragón de oro” o paraíso del bienestar, para quedar reducidos a un ajetreo sin horizontes en el estrecho espacio de una cocina de restaurante preparando los exóticos potajes del lejano terruño, cuyo olor invade real y simbólicamente los pisos altos del edificio en el que funciona.
Dos historias articulan otras que giran a su alrededor: el dolor de muelas de un joven cocinero chino y la prostitución de una niña china que viene a pedir caridad (la cigarra, incluyendo al arte, tal vez). Los dos seres morirán desangrados por el mismo desamparo social que impide se les trate humanamente. Las parejas permiten al autor presentarnos una sociedad sin horizonte asfixiada en un sentimentalismo que tampoco conduce a sus ciudadanos al dragón de oro sino apenas a vivir en lo alto de una ilusión: jóvenes que no quieren tener hijos, mujeres que abandonan a sus maridos, abuelos que esperan un golpe de suerte para recibir de la vida, por lo menos en el umbral del fin, lo que nunca se les concedió. El maltrato del vejestorio a la chinita prostituída (abuso de la sociedad a los inmigrantes que culminará con su asesinato) se orquesta cruelmente con el embarazo de su nieta, igualmente desamparada. Las azafatas, representates de un arribismo cosmopolita, tratan de encontrar un “sabor” a la vida aunque sea en un fetiche asqueroso, o siendo la deseada Barbie en una historia más de desamor. En los cauces de la mejor tradición onírico simbólica de la literatura alemana la obra soluciona muchos de sus pasajes dentro de un realismo poético preñado de metáforas.
Para Schimmelpfennig a todos se nos escapa el dragón de oro y no es este propiamente un paraíso sino un lugar de olores y sabores exóticos y fugaces. Si hay una paz puede que se encuentre después de muerto en el más allá que es como un mar en el que naufragan todas las ilusiones.


Los actores responden con talento a las indicaciones del director, los detalles de composición son sobrios y medidos. El dispositivo escénico es dinámico y su diseño permite cambios sugestivos como el del muelle, pero hay una sensación de limpieza en la puesta que elude la crueldad de las imágenes que puede proponer. Nada rompe el ritmo que se sucede acompasado y preciso. Pero, me pregunto, ¿No hubiera sido de una frontalidad mayor el haber roto ese ritmo por momentos? Jorge Villanueva comienza a dominar sus medios expresivos y a bordear peligrosamente su autoimitación. La lectura del discurso teatral reclama un contrapunto no sólo en la trama sino en las proposiciones de la puesta en escena. ¿Por qué se me coloca frente a frente con los que como yo espectan la obra? ¿El dispositivo ha sido pensado hasta sus últimas consecuencias o como un mero cambio de punto de vista estético?. El teatro exige más que eso. Estamos seguros que Villanueva lo sabe y que su capacidad autocrítica lo impulsará a renovar sus recursos en futuros montajes. No obstante, su habilidad directriz y la calidad de Schimmelpfennig se armonizan en una puesta en escena que no defrauda al espectador.

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