Porque te lo dije en vida puedo volver a decírtelo ahora. Y te lo vuelvo a decir porque sé que me estás escuchando. Y es una carta abierta porque quiero que sepan los que también la lean que en la vida y la muerte lo más importante es el encuentro.
¿ Cuántas veces nos vimos, Lalo Quiroz? ¿ Cuántas de ésas hablamos? Fueron pocas e intensas. Tal vez, sin darte cuenta, te estuviste preparando siempre para partir y por eso dabas todas tus palabras a quienes queríamos escucharte. O, simplemente, fuiste un hombre puro corazón, afectuoso y noble, que a fuerza de darse siempre todo, se quedó finalmente en todos y sin nada para él. Ni siquiera a ti mismo te tuviste y así, sin despedidas, te marchaste silencioso. Pero quedó tu huella dentro de nosotros, no en la tierra, ni en el patio del colegio Jean Le Boulch. Lalo, un poquito de Lalo, te quedaste viviendo nuestra vida, la vida de aquellos que, en los pocos instantes del encuentro dialogamos con tu alma y sus sueños.
Ahora, por fin harás lo que más te gustaba: leer, mirar el mundo, filosofar, escribir y vivir poesía. Ahora que estarás como loquito hablando con Homero, Cervantes, James Joyce, Julio Ramón Ribeyro que te habrá reconocido inmediatamente porque hace tiempo ya debió haber recibido tu poema, si es que funcionan, religiosamente como deben funcionar, los correos celestes. Ahora, ellos te estarán contando que su fama no tiene peso en el lugar donde están, ligeros de equipaje, ya que dejaron todo su talento como herencia al mundo.
Permíteme dar fe que, en este mismo instante, el joven poeta César Eduardo Quiroz está con los inmortales de la Tierra y les palmea el hombro en un gesto amigable... Bueno, es que son viejos conocidos. Como lo fuimos nosotros de ti durante tu residencia en la Tierra.
Por tu ejemplar vida buena te escribo hoy esta carta abierta que evoca tu presencia. Para que no olviden, los que sepan leer como tu leíste y los que tengan oídos de escuchar, por qué sigues siendo maestro... y para siempre.
Hasta el reencuentro, muy afectuosamente, tu amigo Ernesto.
¿ Cuántas veces nos vimos, Lalo Quiroz? ¿ Cuántas de ésas hablamos? Fueron pocas e intensas. Tal vez, sin darte cuenta, te estuviste preparando siempre para partir y por eso dabas todas tus palabras a quienes queríamos escucharte. O, simplemente, fuiste un hombre puro corazón, afectuoso y noble, que a fuerza de darse siempre todo, se quedó finalmente en todos y sin nada para él. Ni siquiera a ti mismo te tuviste y así, sin despedidas, te marchaste silencioso. Pero quedó tu huella dentro de nosotros, no en la tierra, ni en el patio del colegio Jean Le Boulch. Lalo, un poquito de Lalo, te quedaste viviendo nuestra vida, la vida de aquellos que, en los pocos instantes del encuentro dialogamos con tu alma y sus sueños.
Ahora, por fin harás lo que más te gustaba: leer, mirar el mundo, filosofar, escribir y vivir poesía. Ahora que estarás como loquito hablando con Homero, Cervantes, James Joyce, Julio Ramón Ribeyro que te habrá reconocido inmediatamente porque hace tiempo ya debió haber recibido tu poema, si es que funcionan, religiosamente como deben funcionar, los correos celestes. Ahora, ellos te estarán contando que su fama no tiene peso en el lugar donde están, ligeros de equipaje, ya que dejaron todo su talento como herencia al mundo.
Permíteme dar fe que, en este mismo instante, el joven poeta César Eduardo Quiroz está con los inmortales de la Tierra y les palmea el hombro en un gesto amigable... Bueno, es que son viejos conocidos. Como lo fuimos nosotros de ti durante tu residencia en la Tierra.
Por tu ejemplar vida buena te escribo hoy esta carta abierta que evoca tu presencia. Para que no olviden, los que sepan leer como tu leíste y los que tengan oídos de escuchar, por qué sigues siendo maestro... y para siempre.
Hasta el reencuentro, muy afectuosamente, tu amigo Ernesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario