Convencido, convencido, no estaba. Pero lo quise hacer y lo hice. Tal vez, allí estuvo mi error. Nada debiera hacerse mientras dudemos, aunque actuar muy decididamente muchas veces lleva a lo mismo. Y no es que pretenda justificarme, porque aparte de mi autocensura sólo me han dado felicitaciones y reconocimientos por lo realizado… En el fondo no debiera declarar tan abiertamente lo que pienso. Pero yo soy así de implacable en las valoraciones, incluso conmigo mismo.
Podría usar en este discurso frases hechas como aquella de la “satisfacción por el deber cumplido”. Pero da la casualidad de que lo hecho no tiene nada que ver con mi deber y lo cierto es que no sé si he cumplido. Cuando disparé lo hice por el placer de disparar, de sentir el olor a pólvora y el retroceso del arma. Lo elegí entre tantos en la multitud porque me pareció uno de esos seres anodinos que pasean su anonimato por las ferias del mundo soñando con ser siquiera la mujer barbuda. Fríamente apunte a su corporalidad sin reparar que llevaba a otro hombre. Para mí no era más que un objetivo donde probar la eficacia de mi arma. Menos de lo que ha durado lo que les vengo diciendo, duró el impulso y lo hice y sentí un gran alivio de haberlo hecho, no me horrorizó el verlo desplomarse ni el grito de su forzado acompañante que, por estar atado permanecía arrodillado al lado del moribundo que se desangraba. Con el arma aún humeante me fui acercando lentamente, la gente al verme armado respetuosamente se hacían a un lado dándome espacio para deplazarme sin obstáculos. Cuál no sería mi sorpresa cuando todos comenzaron a aplaudirme y el hombre atado me decía gracias, gracias, emocionado hasta los lagrimones. Y ahora estoy aquí en esta tribuna pública hablándoles como un héroe al que van a otorgar la medalla al valor cívico.
Fue suerte o qué se yo el que el hombre salvado fuese el hijo de un poderosos banquero, y que el muerto haya sido el peligroso jefe de una banda de raptores. Y es suerte, sin duda alguna, que yo que pude ser un asesino esté en esta tribuna agradeciéndoles a mi vez la deferencia cívica que me han concedido al declararme hijo predilecto de esta ciudad. De lo que no estoy aun convencido es si deba esta vez repetir lo que antes hice porque veo en ustedes seres anodinos que pasean su mediocridad por las ferias de la vida. Sería tan hermoso verlos regados como flores rojas abiertas a la tarde sobre el verde grass y el gris de las veredas de este gran patio de ceremonias.
Pero, no lo voy a hacer. No porque me vayan a prender por asesino, no. Sino por desprecio, desprecio a sus sucias vidas, a su asquerosa complacencia con el diario vivir, al que yo proclamo insoportable, y en aras de la sinceridad de mi afirmación hago conmigo lo que hice con el infeliz, al que arrebaté su presa. Adios (SACA SU PISTOLA Y SE DISPARA LA MULTITUD SE DISPERSA HORRORIZADA. PRONTO VOLVERA LA CALMA. NO HA SUCEDIDO NADA).
Podría usar en este discurso frases hechas como aquella de la “satisfacción por el deber cumplido”. Pero da la casualidad de que lo hecho no tiene nada que ver con mi deber y lo cierto es que no sé si he cumplido. Cuando disparé lo hice por el placer de disparar, de sentir el olor a pólvora y el retroceso del arma. Lo elegí entre tantos en la multitud porque me pareció uno de esos seres anodinos que pasean su anonimato por las ferias del mundo soñando con ser siquiera la mujer barbuda. Fríamente apunte a su corporalidad sin reparar que llevaba a otro hombre. Para mí no era más que un objetivo donde probar la eficacia de mi arma. Menos de lo que ha durado lo que les vengo diciendo, duró el impulso y lo hice y sentí un gran alivio de haberlo hecho, no me horrorizó el verlo desplomarse ni el grito de su forzado acompañante que, por estar atado permanecía arrodillado al lado del moribundo que se desangraba. Con el arma aún humeante me fui acercando lentamente, la gente al verme armado respetuosamente se hacían a un lado dándome espacio para deplazarme sin obstáculos. Cuál no sería mi sorpresa cuando todos comenzaron a aplaudirme y el hombre atado me decía gracias, gracias, emocionado hasta los lagrimones. Y ahora estoy aquí en esta tribuna pública hablándoles como un héroe al que van a otorgar la medalla al valor cívico.
Fue suerte o qué se yo el que el hombre salvado fuese el hijo de un poderosos banquero, y que el muerto haya sido el peligroso jefe de una banda de raptores. Y es suerte, sin duda alguna, que yo que pude ser un asesino esté en esta tribuna agradeciéndoles a mi vez la deferencia cívica que me han concedido al declararme hijo predilecto de esta ciudad. De lo que no estoy aun convencido es si deba esta vez repetir lo que antes hice porque veo en ustedes seres anodinos que pasean su mediocridad por las ferias de la vida. Sería tan hermoso verlos regados como flores rojas abiertas a la tarde sobre el verde grass y el gris de las veredas de este gran patio de ceremonias.
Pero, no lo voy a hacer. No porque me vayan a prender por asesino, no. Sino por desprecio, desprecio a sus sucias vidas, a su asquerosa complacencia con el diario vivir, al que yo proclamo insoportable, y en aras de la sinceridad de mi afirmación hago conmigo lo que hice con el infeliz, al que arrebaté su presa. Adios (SACA SU PISTOLA Y SE DISPARA LA MULTITUD SE DISPERSA HORRORIZADA. PRONTO VOLVERA LA CALMA. NO HA SUCEDIDO NADA).
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