La felicidad es el agua que riega nuestra infancia para toda la vida. Se aprende a ser feliz en estos años y luego serenamente brota y rebrota a través del tiempo, según las estaciones de nuestro ánimo. Y si al compás de la alegría, que es una forma eufórica de la felicidad, crecemos llenándonos de mundo a cada instante, diríamos de mundos (los nuestros, los ajenos), muy luminosos e iluminados de asombro ante cada nuevo descubrimiento, adquirimos la saludable costumbre del estudio como actitud vital. Y el mundo es un panal de rica miel y un fanal de ilusiones y realidades que un día nos enteramos son también muy duras, bastante tristes y nada felices. Aquel día entendemos, detenidos en algún andén del tiempo, que los trenes no siempre llegan a la hora, que pueden descarrilarse en el camino, o no poder nosotros cumplir con el horario de partida y quedarnos frustrados, infelices por cierto, esperando la próxima oportunidad. Partir... llegar apenas a alegrías y mucho al dolor, o menos lacerante, a las dificultades del vivir que hacen la vida como debe ser: activa y desafiante. Se comprende entonces que la felicidad es solamente una manera de viajar y no la meta. No es la estación de la que partimos ni a la que llegamos, es un estado interno que nos embarga, a veces. Por eso debemos aprender a rescatarla cuando se ha perdido, a reconocerla cuando se cruza con nosotros confundida entre el gentío indiferente, a cultivarla en el silencio, a llamarla con la voz debida, a inaugurarla donde no exista, a no manipularla cuando llega, a saberla beber a pequeños sorbos de alta sensualidad, a agotarnos en ella vehementes pero sin maltratarla, a sentirla intensamente cuando está y a no caer en la melancolía cuando inexorablemente se haya ido. Estrategias de esperanza, de consuelo, de optimismo, de confianza, de fe, de conciente valoración de lo que vamos siendo, de caridad, que es amor. Y amar al amor y al mar y a las montañas y a los zapatos cansados, tirados en la vereda, con los que un hombre algunos días caminó hacia la felicidad con todas sus tristezas. Hábitos de soñar hasta la hora exacta de ir a trabajar y de trabajar soñando realidades por mejorar, bromeando con los compañeros de trabajo descubriéndoles que la felicidad también tiene conductos regulares y expedientes y que puede ser solicitada mediante memorandums a nuestras rutinas para que no nos ahoguen o llamadas de atención a los deberes para que no nos angustien al punto de robárnosla. Burocracia de la Salud Mental, nada caótica y muy ordenadita. No, durante las horas de labores sino en el refrigerio que no es sólo para comer lo que en la lonchera se ha traído. Agradable momento el refrigerio para compartir lo que de positivo y estimulante o confidente y personal, y hasta chismoso por qué no, porta cada uno en la lonchera de su intimidad. Y volver al hogar para encontrarnos, suele suceder, con la señora muy molesta porque "estos chicos no me dejan tranquila y claro tú en la oficina te pasas la gran vida". Respirar hondo entonces, no responder lo que dicta el cansancio o de repente lo que varios lustros de vida conyugal ha sedimentado, relajarse, no sonreír, para que no parezca que nos burlamos, y decirle serenamente. "Piensa pronto, que no lo voy a repetir, qué es lo que quieres verdaderamente, discutir o hacer el amor". Y lógicamente estar físicamente apto para dar lo que- salvo excepciones, siempre las hay- ella solicite. Y todas estas cosas, quién lo diría, se sustentan en los primeros años de la existencia en que debemos aprender a ser felices. Objetivo vital aristotélico.
Y entre las muchas formas de acercar a los niños a la felicidad, que comienza por mamarse acurrucaditos en el seno materno, están los mundos primeros que rodean al niño y los segundos que la voz le descubre o la palabra escrita le revela. Época que en algún resquicio de nuestro almario se quedan vibrando las cantilenas, los arrumacos, las canciones de cuna, las rondas, las glosolalias, las jitanjáforas. Época en que todavía, gracias a Dios, la lengua no tiene gramática, ni reglas, ni exigencias ortográficas. En que el lenguaje es verdaderamente el río que nunca debiera dejar de ser por el que me llegan las almas de los otros, el río en el que pesco las palabras para el suculento banquete del sentido, sin lógicas, albergado en las tiendas de la analogía, de esa manera de apreciar el mundo, los mundos, intuitiva, directa, animista, figurada, cambiante, múltiple y unitariamente. Lengua mía, más mía que nunca después, nombrando por vez primera las cosas que antes de nombrarlas son mis cosas, mondo y lirondo el mundo que es limpio como su nombre, que aún no es inmundo como lo pone el hombre. Momento mágico de la gran pregunta que inaugura nuestras relaciones con la realidad: ¿ Por qué?. Posiblemente el principio de la infelicidad. Nos interesa saber los motivos, las causas primeras de las cosas, de los fenómenos. No sé cuántos poemas comienzan con Porque afirmando o negando sensaciones, emociones, sucesos, aspiraciones... En sí por qué es el motivo y la causa de las explicaciones, sean éstas verdaderas o falsas, fantásticas o científicas. Ay, pobre de mi mundo maire, científicamente se lo lleva el aire, que no es ya únicamente ese ser juguetón que despeina a los árboles y agita mis cabellos, sino cumplida mezcla de oxígeno y nitrógeno y otros gases raros... Y aunque yo diría que ninguna explicación es verdadera sino marco transitorio de verdad. Otra cosa no son los modelos de la ciencia que sólo difieren de los mitos en que no personifican a sus protagonistas. No encuentro avance explicativo alguno entre el Caos donde Hesíodo cuenta el Amor puso un huevo y la teoría del Big Ban.
Y entre las muchas formas de acercar a los niños a la felicidad, que comienza por mamarse acurrucaditos en el seno materno, están los mundos primeros que rodean al niño y los segundos que la voz le descubre o la palabra escrita le revela. Época que en algún resquicio de nuestro almario se quedan vibrando las cantilenas, los arrumacos, las canciones de cuna, las rondas, las glosolalias, las jitanjáforas. Época en que todavía, gracias a Dios, la lengua no tiene gramática, ni reglas, ni exigencias ortográficas. En que el lenguaje es verdaderamente el río que nunca debiera dejar de ser por el que me llegan las almas de los otros, el río en el que pesco las palabras para el suculento banquete del sentido, sin lógicas, albergado en las tiendas de la analogía, de esa manera de apreciar el mundo, los mundos, intuitiva, directa, animista, figurada, cambiante, múltiple y unitariamente. Lengua mía, más mía que nunca después, nombrando por vez primera las cosas que antes de nombrarlas son mis cosas, mondo y lirondo el mundo que es limpio como su nombre, que aún no es inmundo como lo pone el hombre. Momento mágico de la gran pregunta que inaugura nuestras relaciones con la realidad: ¿ Por qué?. Posiblemente el principio de la infelicidad. Nos interesa saber los motivos, las causas primeras de las cosas, de los fenómenos. No sé cuántos poemas comienzan con Porque afirmando o negando sensaciones, emociones, sucesos, aspiraciones... En sí por qué es el motivo y la causa de las explicaciones, sean éstas verdaderas o falsas, fantásticas o científicas. Ay, pobre de mi mundo maire, científicamente se lo lleva el aire, que no es ya únicamente ese ser juguetón que despeina a los árboles y agita mis cabellos, sino cumplida mezcla de oxígeno y nitrógeno y otros gases raros... Y aunque yo diría que ninguna explicación es verdadera sino marco transitorio de verdad. Otra cosa no son los modelos de la ciencia que sólo difieren de los mitos en que no personifican a sus protagonistas. No encuentro avance explicativo alguno entre el Caos donde Hesíodo cuenta el Amor puso un huevo y la teoría del Big Ban.
Hay, pues, que consumir el mundo que se nos brinda inmediato; pero consumirlo sabiamente sin despilfarrar lo que generosamente nos ofrece: agua, aire, sol, suelo. Elementos primordiales que han ido subiendo de precio y devaluándose a la vez. Agua, aire, fuego y tierra, instrumentos para la felicidad, cada vez más lejos de las manos. Terminamos por aceptar que era normal guerrear por obtener más tierras o defender las que poseíamos. Limitamos los territorios y a la gran comarca la llamamos nación, y la mínima parcela de ella a nosotros encomendada la consideramos nuestra propiedad privada. Pero, pronto en el mundo se peleará por el agua. No la del inmenso mar, sino la que amablemente se bebe en el pozo en el río o en el lago, la que viene con las lluvias, la que hoy es para todos o casi todos, será de unos cuantos, y estaremos entonces más lejos de conseguir la felicidad, que pasará a ser un ideal, un sueño, algo inasible e inalcansable.
Alguien dijo que si la tierra fuese nombrada por la manera como se le ve a la distancia espacial, la llamaríamos agua. Desde nuestra permanencia en el líquido amniótico asociamos el agua con la felicidad. ¿ Podrán las generaciones futuras arraigar su idea de la felicidad a la infancia o estremos destruyendo la posibilidad de soñar de nuestros descendientes?
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