Éranse un viejo y una vieja que ni familiares ni amigos tenían que los visitaran. El viejo críaba canarios y la vieja los vendía. Cuando recibía el dinero de una venta más solía decir a su viejo: "¿ Qué sería de nuestra vida sin los canarios?. Nos alegran las mañanas, nos dan preocupaciones y nos dejan para subsistir"... El viejo la miraba y asentía con la cabeza y se quedaba dormido. Así, entre raros clientes y cabeceadas arrulladas por los trinos transcurrían el último tramo de su viaje vital. El primero en llegar fue el viejo. Entró en una larga modorra de la que no volvió a salir... La vieja no lo enterró. Lo dejó en su mecedora. Todos los días, mientras intentaba darle de comer, le decía: " Si no te levantas para atender a los canarios, se van a morir. Y, ¿ qué va a ser de los dos?. ¡ Vamos, haragán!"... Después continuaba haciendo sus tareas del hogar. De vez en cuando volvía a la mecedora y le increpaba al cadáver: " Si hasta delgado te estás poniendo por no trabajar. Deja eso, viejo. Fíjate que los canarios se pueden morir". Y así era en efecto; el trinar se fue haciendo angustioso con el irse de los días hasta que no hubo más que la noche... Mientras recogía el último canario muerto la vieja llenó el silencio: " Amado haragán, por tu incuria me voy a morir como los canarios. ¿ Qué te costaba en estos días darles de comer como siempre lo hiciste?... Y no quieres hablarme. Te molesta que te regañe. Bien, no hablaré. Aún más, si quieres me moriré como ellos"...
Quince días después retiraban los cadáveres del viejo y la vieja ante el yerto silencio de los canarios.
Quince días después retiraban los cadáveres del viejo y la vieja ante el yerto silencio de los canarios.
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