Comenzar a hablar o escribir es como un choque de piedra contra piedra para provocar una chispa. Luego, la yesca comienza a humear y hay que soplarla para que surja la pequeña llama que, salvo viento o lluvia, ya nada apagará. Llamita que crecerá hasta su propia adultez plena de luz y calor. Llama que se mantendrá amable en límites tolerables, o se expandirá en un incendio que puede arrasar con todo el bosque o los edificios de una gran ciudad. Es difícil, aunque no imposible, controlar la llama y mantenerla en los límites aconsejados por la cordura y la prudencia. Sin embargo, debemos reconocer que ante las llamas algo de piromanía nos induce a jugar con ellas, a alimentarlas hasta hacerlas un incendio. No importa si, como consecuencia de ello, terminamos confundidos con las cenizas de todo lo extinguido.
Así también, se escribe, como un choque de palabras, y el pensamiento se va generando a su conjuro. Puede mantenerse en los límites lógicos de un discurso reflexivo o desbordarse a una digresión sin fin en la que las ideas van apareciendo intermitentes, como pepitas de oro cernidas de vez en cuando en las aguas del río. Porque como un río es este discurrir de palabras que convocan ideas. La escritura o el decir pueden identificarse con el fuego y el agua y, por extensión, con el aire, la tierra, el espacio y el tiempo. Y así la expresión puede ser un manantial, una brisa, un soplo, un puñado de tierra esperando las fecundas semillas, un lugar evocado, visto o soñado, ocupado o por ocupar, o simplemente un momento, un lampo, un instante que sintetiza la eternidad.
Hablar o escribir es una ocupación. Ocupación en el sentido del trabajo y también en el de invasión de un espacio. Pero, si bien toda ocupación consume tiempo, no siempre el tiempo cobra significación durante una ocupación. se escribe o habla para decir aquí sin referirse a ahora. Se dice y habla para decir ahora sin referirse a aquí. Cuándo pasó esto o aquello me importa más que dónde sucedió. Dónde ocurrió esto o aquello me es más importante que cuándo.
Pero también se puede hablar o escribir desde la sensorialidad: ver, oír, oler, gustar, palpar, equilibrarse, sentir frío o calor, hambre o sed, o simplemente sentir el propio cuerpo ocupar el espacio para luego salir con él a explorarlo. Ser puro ojos, oídos, nariz, lengua, piel, vestíbulo, neurovegetativo o músculo conciente. En estos casos, el individuo se expresa a partir de una sensación, de un ruido ( como el del avión que en este momento atraviesa el silencio de la madrugada en la que escribo). Algo mirado se hace mi objeto, aun antes de ser percibido: un perfume, un dulce, un estar sentado, parado, echado, recostado, una tarde de verano o invierno, una tensión o apenas un movimiento de cabeza. Todas estas sensaciones son mías. Expresarlas es hacerlas de todos. Por eso, escribir o hablar de cosas íntimas puede ser una impudicia, la renuncia a la privacidad.
En fin, nos expresamos para vestir ideas o desnudar almas, para encender hogueras o aplacar los ánimos. Pero, sobre todo, para dejar huellas.
Así también, se escribe, como un choque de palabras, y el pensamiento se va generando a su conjuro. Puede mantenerse en los límites lógicos de un discurso reflexivo o desbordarse a una digresión sin fin en la que las ideas van apareciendo intermitentes, como pepitas de oro cernidas de vez en cuando en las aguas del río. Porque como un río es este discurrir de palabras que convocan ideas. La escritura o el decir pueden identificarse con el fuego y el agua y, por extensión, con el aire, la tierra, el espacio y el tiempo. Y así la expresión puede ser un manantial, una brisa, un soplo, un puñado de tierra esperando las fecundas semillas, un lugar evocado, visto o soñado, ocupado o por ocupar, o simplemente un momento, un lampo, un instante que sintetiza la eternidad.
Hablar o escribir es una ocupación. Ocupación en el sentido del trabajo y también en el de invasión de un espacio. Pero, si bien toda ocupación consume tiempo, no siempre el tiempo cobra significación durante una ocupación. se escribe o habla para decir aquí sin referirse a ahora. Se dice y habla para decir ahora sin referirse a aquí. Cuándo pasó esto o aquello me importa más que dónde sucedió. Dónde ocurrió esto o aquello me es más importante que cuándo.
Pero también se puede hablar o escribir desde la sensorialidad: ver, oír, oler, gustar, palpar, equilibrarse, sentir frío o calor, hambre o sed, o simplemente sentir el propio cuerpo ocupar el espacio para luego salir con él a explorarlo. Ser puro ojos, oídos, nariz, lengua, piel, vestíbulo, neurovegetativo o músculo conciente. En estos casos, el individuo se expresa a partir de una sensación, de un ruido ( como el del avión que en este momento atraviesa el silencio de la madrugada en la que escribo). Algo mirado se hace mi objeto, aun antes de ser percibido: un perfume, un dulce, un estar sentado, parado, echado, recostado, una tarde de verano o invierno, una tensión o apenas un movimiento de cabeza. Todas estas sensaciones son mías. Expresarlas es hacerlas de todos. Por eso, escribir o hablar de cosas íntimas puede ser una impudicia, la renuncia a la privacidad.
En fin, nos expresamos para vestir ideas o desnudar almas, para encender hogueras o aplacar los ánimos. Pero, sobre todo, para dejar huellas.
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