Han pasado varios años desde que surgió la idea de dedicar a la mujer uno de los números de la revista Textos de Teatro Peruano, fruto del espíritu promotor y creativo de Hugo Salazar del Alcázar, siempre presente en nuestro recuerdo, y de Mary Soto. Eran los años aquellos de lavados de bandera y luchas callejeras por la recuperación de la dignidad, masas de los cuatro suyos emergían de su postergación histórica y presionaban al corrupto poder central, con la esperanza de cancelar el período de la dictadura fujimorista. Los aguerridos aymaras eran bienvenidos y el movimiento etnocacerista de Humala era apenas una anécdota de todo lo que puede aparecer en un país inquieto por la reivindicación de su dignidad. Para quien la próxima semana completará 68 años de recorrido vital y medio siglo de lúcido acercamiento a la siempre agitada y poco cambiante realidad nacional, fueron éstos, días de optimista compás de espera de tiempos soñados toda una vida y que, por no haber llegado aún, nos hacen comulgar con la falacia de que todo tiempo pasado fue mejor.
La verdad es que, desde entonces a la fecha, el calendario sumó años sin cuenta, si entendemos por paso significativo del tiempo, cambios evidentes de la historia. Sin embargo el mundo se agitó y estos años se alinearon entre lo que se ha dado en llamar últimamente las décadas perdidas. Y cayeron las torres americanas, y asistimos, cómodamente instalada nuestra indignación en la paz del hogar, al espectáculo televisivo de una caprichosa guerra genocida, tan develadora del cinismo del poder internacional como los vladivideos lo eran de la corrupción de los poderosos del país. Nos lavamos en algo las caras en las urnas electorales y apostamos que la democracia remediaría la enfermedad crónica de demagogia y politiquería que agobia a la sociedad peruana. Sí, ya sé que los videntes analistas de la política nacional dirán que ellos sabían que no iba a ser así porque el problema está en el funcionamiento mismo del llamado orden democrático cuya gobernabilidad requiere de transparencia que mal pueden dar los países que son dependientes del crédito externo y la cooperación asistencial de la burocracia internacional.
En este mare magnum de hechos reales, a pesar de las tempestades continuó navegando al teatro nacional con su flota de barquitos a la deriva, mantenidos a flote por el esfuerzo fraccionado de los particulares. No hubo más Teatro Nacional del Estado y apenas si se sumaron algunas universidades a la labor ininterrumpida de los antiguos y jóvenes grupos independientes. Es verdad que se formaron Comisiones para proponer al nuevo gobierno una Política Cultural acorde con los cauces democráticos, la Reorganización de las Escuelas de Arte, la elaboración de la Ley del Artista... Pero los hechos artístico culturales se han continuado haciendo sin apoyo alguno del Estado.
Pues bien, es dentro de estos grupos teatrales navegantes en el azaroso mar de la cultura peruana, en los que distinguimos con nitidez una mayoría femenina de actrices, dramaturgas y directoras, productoras y escenógrafas. Algunas, con más de cuarenta años de actividad teatral, como Sarina Helfgott, Elba Alcandré, Lucía Irurita, Helena Huambos, Ofelia Lazo, Estela Luna, Sara Jofré, Lucy Astudillo, Marina Díaz, Teresa Lastarria, Myriam Reátegui, Haydée Cáceres, Violeta Cáceres o Alicia Saco. (la enumeración no es exhaustiva). Lo cierto es que cuando yo llegué al teatro en 1950 el contingente femenino era menor que el masculino y sólo estaba referido a las actrices que, como bien se sabe siempre han sido menos porque menos son los roles de mujer que los de varón en la mayoría de obras de teatro. Esto no es un fenómeno del subdesarrollo, ni producto del machismo. sino de una tradición en la que poco a poco la mujer fue cobrando importancia con el robustecimiento de su significación social. Es un acto revolucionario que los grupos marginales hablen con su propia voz en el escenario. La brevedad de mi intervención no me permite referirme puntualmente a este proceso histórico, como hubiera sido mi intención. Sin embargo no quisiera que dejaran de reflexionar como hasta el teatro isabelino, salvo en la comedia del arte, la mujer estuvo marginada. Es verdad que se crearon personajes femeninos vigorosos y electrizantes... Pero, para que fueran interpretados por varones...Y en el caso de la dramaturgia me imagino los esfuerzos de Helena de Rossow, monja de la abadía benedictina de Gandersheim, para escribir sus breves obras moralizantes en pleno medioevo. O los esfuerzos de Mme. Vestris para imponer promediado el Siglo XIX, sus innovaciones escénicas y de vestuario.
La verdad es que, desde entonces a la fecha, el calendario sumó años sin cuenta, si entendemos por paso significativo del tiempo, cambios evidentes de la historia. Sin embargo el mundo se agitó y estos años se alinearon entre lo que se ha dado en llamar últimamente las décadas perdidas. Y cayeron las torres americanas, y asistimos, cómodamente instalada nuestra indignación en la paz del hogar, al espectáculo televisivo de una caprichosa guerra genocida, tan develadora del cinismo del poder internacional como los vladivideos lo eran de la corrupción de los poderosos del país. Nos lavamos en algo las caras en las urnas electorales y apostamos que la democracia remediaría la enfermedad crónica de demagogia y politiquería que agobia a la sociedad peruana. Sí, ya sé que los videntes analistas de la política nacional dirán que ellos sabían que no iba a ser así porque el problema está en el funcionamiento mismo del llamado orden democrático cuya gobernabilidad requiere de transparencia que mal pueden dar los países que son dependientes del crédito externo y la cooperación asistencial de la burocracia internacional.
En este mare magnum de hechos reales, a pesar de las tempestades continuó navegando al teatro nacional con su flota de barquitos a la deriva, mantenidos a flote por el esfuerzo fraccionado de los particulares. No hubo más Teatro Nacional del Estado y apenas si se sumaron algunas universidades a la labor ininterrumpida de los antiguos y jóvenes grupos independientes. Es verdad que se formaron Comisiones para proponer al nuevo gobierno una Política Cultural acorde con los cauces democráticos, la Reorganización de las Escuelas de Arte, la elaboración de la Ley del Artista... Pero los hechos artístico culturales se han continuado haciendo sin apoyo alguno del Estado.
Pues bien, es dentro de estos grupos teatrales navegantes en el azaroso mar de la cultura peruana, en los que distinguimos con nitidez una mayoría femenina de actrices, dramaturgas y directoras, productoras y escenógrafas. Algunas, con más de cuarenta años de actividad teatral, como Sarina Helfgott, Elba Alcandré, Lucía Irurita, Helena Huambos, Ofelia Lazo, Estela Luna, Sara Jofré, Lucy Astudillo, Marina Díaz, Teresa Lastarria, Myriam Reátegui, Haydée Cáceres, Violeta Cáceres o Alicia Saco. (la enumeración no es exhaustiva). Lo cierto es que cuando yo llegué al teatro en 1950 el contingente femenino era menor que el masculino y sólo estaba referido a las actrices que, como bien se sabe siempre han sido menos porque menos son los roles de mujer que los de varón en la mayoría de obras de teatro. Esto no es un fenómeno del subdesarrollo, ni producto del machismo. sino de una tradición en la que poco a poco la mujer fue cobrando importancia con el robustecimiento de su significación social. Es un acto revolucionario que los grupos marginales hablen con su propia voz en el escenario. La brevedad de mi intervención no me permite referirme puntualmente a este proceso histórico, como hubiera sido mi intención. Sin embargo no quisiera que dejaran de reflexionar como hasta el teatro isabelino, salvo en la comedia del arte, la mujer estuvo marginada. Es verdad que se crearon personajes femeninos vigorosos y electrizantes... Pero, para que fueran interpretados por varones...Y en el caso de la dramaturgia me imagino los esfuerzos de Helena de Rossow, monja de la abadía benedictina de Gandersheim, para escribir sus breves obras moralizantes en pleno medioevo. O los esfuerzos de Mme. Vestris para imponer promediado el Siglo XIX, sus innovaciones escénicas y de vestuario.
Muchos asociarán los nuevos aires con los movimientos feministas y la reivindicación de la equidad de género y no estarán desatinados. Se ha liberado una gran fuerza creativa y el arte en general se enriquece por ello. En el Teatro Peruano remito a mi desactualizado artículo y les pido que lo lean como una impresión inicial de un movimeinto que veía crecer avasallante y que hoy es incuestionable. Al lado de tan esforzadas compañeras sólo nos queda a los hombres poner las barbas en remojo y colaborar con sus esfuerzos como ellas colaboraron históricamente con los nuestros en otros momentos de la historia y de la misma manera que Bruno Ortiz ha colaborado con Mary Soto para que finalmente alcanzase su edición quinta Textos de Teatro Peruano
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