Reflexiones en torno a la presentación de Sin título el Jueves 14 de Octubre en La Casa de Yuyachkani.
Para Arnold Hauser, las obras de arte son provocaciones. Y, sin lugar a dudas, Sin título, de Yuyachkani es paradigma de esta afirmación. ¿Cómo nos provoca esta composición? Instalándonos en momentos lacerantes y cruciales de la historia. Porque el hilo conductor es la lectura de la memoria de la historia, una manera de envolver al espectador en una situación de recuerdo reflexivo, de aleccionar mediante imágenes estéticas, sobre el proceso histórico nacional. Para que no quede duda alguna sobre esta intención, son alumnos uniformados y claramente reconocibles como tales los que mueven los carros del relato, como si pasarán las páginas de un libro viviente e inquietante, como debe serlo el buen teatro documento.
¿Cómo hace, entonces Yuyachkani para conmovernos sin caer en los manidos recursos del teatro documento, por ellos mismos abordado en Los Hijos de Sandino y en la difusión hecha de documentos clave en este proceso, como las Catorce Proposiciones, de Peter Weiss o el trabajo de La Candelaria en Guadalupe, años sin cuenta? Porque quiérase que no, el desafío mayor de un grupo de ya reconocida y consagrada trayectoria es el de no repetirse, el de abrir otros cauces o combinar los ya abiertos hacia nuevas posibilidades.
Como ya en anteriores montajes. El grupo nos introduce en el ritual haciéndonos recorrer un espacio animado por una parafernalia de la imaginería nacional. Pero, a diferencia de Santiago en que esta animación se excede hasta un barroquismo atiborrante, aquí la instalación plástica es unitaria y concreta: estamos en un museo de la historia reciente del Perú. Recorrerlo, mirarlo, leerlo es el prólogo de la acción, el momento motivacional de la “clase” por desarrollar. Sabemos que será una clase animada porque reconocemos en las estatuas a los actores, ya con su atuendo de personajes, prontos a contarnos sus historias. Pero, este museo que pronto se animará, tiene algo de las modernas instalaciones que la plástica de nuestros días ha asumido como una manera de comprometer al observador sumergiéndolo en el espacio, como parte del fenómeno plástico- a veces musical y plástico- que al ingresar nos integra con los elementos plástico-dialécticos colocados allí para provocarnos, para conmovernos, para motivarnos, para extraer de nuestra subjetividad recuerdos que tiñan de familiaridad evocativa a los objetos. Esta escenografía-instalación llena de textos y objetos concretos es más obvia y aparentemente menos subjetiva que la que nos propondría un artista plástico, pero paradójicamente y por la misma causa más llena de asociaciones que se confrontan con nuestra carga interior. La sonoridad musical aun sin forma, que sirve de fondo a este recorrido, augura y anuncia lo que pronto se ve animado por intensas imágenes de la Guerra del Pacífico, perturbadora secuencia, que hace prácticamente la primera parte del hecho estético-didáctico al cual asistimos.
Ningún héroe o peruano excepcional es elegido como personaje para entregarnos este jalón demarcatorio de un comportamiento desidioso y tardío cuyas consecuencias explotó hábilmente Chile, en ese momento, y que volverá a explotar cuantas veces quiera impedir nuestro crecimiento nacional. Es la guerra vista a través de sus efectos sobre la vida de la gente común y corriente, como quería Bertolt Brecht, que fueran presentados los hechos históricos. El arte teatral apela a su recurso de hacer evidente un hecho extrayéndolo de su cotidianeidad y la voz de Manuel González Prada nos golpea con la inmarcesible contundencia de su oratoria inflamada y lúcida, premonitoria y crítica. ¿Cuánto la hemos escuchado en los textos escolares?
En lo que llamaremos la segunda parte, la propuesta pierde este ritmo inquietante y se resiente por demasiado obvia y anecdótica. Las intensas imágenes iniciales sobre el conflicto traumático del setenta y nueve, tornan esta ruptura violenta. Porque, ahora, son los mismos personajes de la historia, distanciados un tanto por las máscaras, pero finalmente reconocibles como en los álbumes de figuritas para coleccionar, al punto de que impiden cualquier intento de profundizar o multiplicar el conocimiento, como es propio del hecho artístico. El video nos vuelve el documento real, y se olvida que como en El Canto del Fantoche Lusitano, hay que remitirse a una fuerte imagen central que permita esclarecer los datos estadísticos o las citas que se ofrecen.
Para Arnold Hauser, las obras de arte son provocaciones. Y, sin lugar a dudas, Sin título, de Yuyachkani es paradigma de esta afirmación. ¿Cómo nos provoca esta composición? Instalándonos en momentos lacerantes y cruciales de la historia. Porque el hilo conductor es la lectura de la memoria de la historia, una manera de envolver al espectador en una situación de recuerdo reflexivo, de aleccionar mediante imágenes estéticas, sobre el proceso histórico nacional. Para que no quede duda alguna sobre esta intención, son alumnos uniformados y claramente reconocibles como tales los que mueven los carros del relato, como si pasarán las páginas de un libro viviente e inquietante, como debe serlo el buen teatro documento.
¿Cómo hace, entonces Yuyachkani para conmovernos sin caer en los manidos recursos del teatro documento, por ellos mismos abordado en Los Hijos de Sandino y en la difusión hecha de documentos clave en este proceso, como las Catorce Proposiciones, de Peter Weiss o el trabajo de La Candelaria en Guadalupe, años sin cuenta? Porque quiérase que no, el desafío mayor de un grupo de ya reconocida y consagrada trayectoria es el de no repetirse, el de abrir otros cauces o combinar los ya abiertos hacia nuevas posibilidades.
Como ya en anteriores montajes. El grupo nos introduce en el ritual haciéndonos recorrer un espacio animado por una parafernalia de la imaginería nacional. Pero, a diferencia de Santiago en que esta animación se excede hasta un barroquismo atiborrante, aquí la instalación plástica es unitaria y concreta: estamos en un museo de la historia reciente del Perú. Recorrerlo, mirarlo, leerlo es el prólogo de la acción, el momento motivacional de la “clase” por desarrollar. Sabemos que será una clase animada porque reconocemos en las estatuas a los actores, ya con su atuendo de personajes, prontos a contarnos sus historias. Pero, este museo que pronto se animará, tiene algo de las modernas instalaciones que la plástica de nuestros días ha asumido como una manera de comprometer al observador sumergiéndolo en el espacio, como parte del fenómeno plástico- a veces musical y plástico- que al ingresar nos integra con los elementos plástico-dialécticos colocados allí para provocarnos, para conmovernos, para motivarnos, para extraer de nuestra subjetividad recuerdos que tiñan de familiaridad evocativa a los objetos. Esta escenografía-instalación llena de textos y objetos concretos es más obvia y aparentemente menos subjetiva que la que nos propondría un artista plástico, pero paradójicamente y por la misma causa más llena de asociaciones que se confrontan con nuestra carga interior. La sonoridad musical aun sin forma, que sirve de fondo a este recorrido, augura y anuncia lo que pronto se ve animado por intensas imágenes de la Guerra del Pacífico, perturbadora secuencia, que hace prácticamente la primera parte del hecho estético-didáctico al cual asistimos.
Ningún héroe o peruano excepcional es elegido como personaje para entregarnos este jalón demarcatorio de un comportamiento desidioso y tardío cuyas consecuencias explotó hábilmente Chile, en ese momento, y que volverá a explotar cuantas veces quiera impedir nuestro crecimiento nacional. Es la guerra vista a través de sus efectos sobre la vida de la gente común y corriente, como quería Bertolt Brecht, que fueran presentados los hechos históricos. El arte teatral apela a su recurso de hacer evidente un hecho extrayéndolo de su cotidianeidad y la voz de Manuel González Prada nos golpea con la inmarcesible contundencia de su oratoria inflamada y lúcida, premonitoria y crítica. ¿Cuánto la hemos escuchado en los textos escolares?
En lo que llamaremos la segunda parte, la propuesta pierde este ritmo inquietante y se resiente por demasiado obvia y anecdótica. Las intensas imágenes iniciales sobre el conflicto traumático del setenta y nueve, tornan esta ruptura violenta. Porque, ahora, son los mismos personajes de la historia, distanciados un tanto por las máscaras, pero finalmente reconocibles como en los álbumes de figuritas para coleccionar, al punto de que impiden cualquier intento de profundizar o multiplicar el conocimiento, como es propio del hecho artístico. El video nos vuelve el documento real, y se olvida que como en El Canto del Fantoche Lusitano, hay que remitirse a una fuerte imagen central que permita esclarecer los datos estadísticos o las citas que se ofrecen.
Últimamente, en muchas ocasiones he reflexionado sobre lo difícil que es en los días que corren, para el hombre de teatro peruano “teatralizar” una historia cuyos testimonios fílmicos hablan directamente y muestran sin atenuantes las lacras sociales. Todos los días nos roban las imágenes porque el imaginario social ha hecho de la corrupción un espectáculo y del escándalo una necesidad de supervivencia periodística. Ya no podemos intentar “epatar al burgués”, porque día a día nos vamos acostumbrando a convivir con la fetidez y el cinismo. Un candidato que se olvidó de tomar sus pastillas equilibrantes de la emotividad, patea a un loquito. Un parlamentario arrebata la orden judicial a una autoridad, la maltrata y el parlamento, obligado a reconocer que el delito es flagrante, lo perdona con un castigo que es un agua de malvas. Los diarios titulan “Búfalo no come chancho”. Y el chancho se ríe de la opinión pública y continúa haciendo de las suyas. Esto es más teatral que cualquier espectáculo escénico. Por eso no podemos llevar la anécdota, ni lo obvio al escenario. Debemos construir la imagen que exprese el gran estercolero que es el parlamento nacional y la contaminación de la fe y la esperanza que implica la corrupción y el narcoterrorismo, la violencia indiscriminada que con tanta fuerza expresaba la exposición fotográfica de la Comisión de la Verdad. Que, por lo demás, convirtió en instalaciones muchos de los espacios de la muestra. La falta de unidad de esta segunda parte también se hace evidente en su mezcla de datos, la característica de Trampolín a la Fama se mezcla con bellas imágenes, aunque inconexas, como las escenas de la Dolorosa y Jesucristo. Tal vez porque no se asocia con la fe y lo que se pretende es identificar este Cristo con el Perú. Pensamos que aquí faltó audacia creativa y mayor rigor; resultado posiblemente del apresuramiento por dar final a lo que no tiene final. Porque, cuando se asume una representación cíclica como es la historia estamos en el problema que se les planteaba a los dramaturgos medievales cuando hacían los misterios que comenzaban en la creación del mundo y terminaban con el juicio final. Hay que seleccionar, expulgar y relievar. Entendemos que este punto será tratado en los procesos de ajuste a los que ya nos tiene acostumbrados el grupo.
Sin título, como la historia que articula, puede permanecer sin título, pero no sin objetivo. No creo que lo que se presente haya querido ser una exposición errática de asociaciones que el público debe elaborar, tampoco le estamos pidiendo al trabajo- que es muy bueno- que marque caminos o salidas, no. Por el contrario, lo que estamos solicitando es una mayor provocación escapando de lo obvio y penetrando en los terrenos de lo que no se ve, no se oye, no se dice. No podemos reducir Sendero Luminoso a un video y a una cierta caricatura de Abimael, ni al diálogo Fujimori-Montesinos a un mero “pasarse la pelota”. Hay algo de fecal que a todos nos salpica y que la obra que comentamos deja pendiente.
El arte no es la realidad, sino uno de sus instrumentos de esclarecimiento. El teatro artístico no es una ilustración de hechos, como pudiera serlo una clase activada mediante el teatro. Es el comportamiento humano estético el que debe inquietarnos. La riqueza de la propuesta de Yuyachkani excede las posibilidades de una crítica total que obliga a hablar de la función de la música, de los “pageant wagons” y su efecto dinámico sobre el público. Si se debe o no aplaudir. Si no sería mejor terminar la función armando grupos de discusión entre los artistas y el público en una forma innovada del teatro forum de los años setenta.
En fin, Sin título como forma de teatro abierto que es, cumple su finalidad y en ello reconocemos su eficacia y su acierto. Pero, por la misma razón, queda limitada por una invasión inmoderada de realismo decimonónico de “tranche de vie” (retazo de vida), que lo aleja de lo que se puede y debe exigir a más de tres décadas de riguroso crecimiento expresado en la impecable línea de producción, en las ejemplares actuaciones de Rebeca, Teresa, Ana, Débora, Augusto, Julián, y Miguel, que- en impulso Kantoriano se integra al espectáculo confundiéndose con el público y reflexionando suponemos su propia propuesta de coordinación directriz. Podríamos pedirle hacer de esta intervención una presencia ¿más integrada? ¿menos tímida? Pero estas decisiones pasan por la evaluación pudorosa de quien debe cuidar que no se caiga en el histrionismo. En todo caso su proximidad nos permitió decirle lo que aquí repetimos : Es una obra que yo no aplaudiría pero muy buena, muy buena. Las observaciones de estos comentarios es porque creemos que puede llegar a ser excelente. El teatro es un proceso y sobre este presupuesto ha trabajado siempre sus creaciones Yuyachkani, que una vez más nos conmueve asumiéndose como “nuestro pensamiento”.
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